Con el nacimiento de un bebé comienza una historia de vida con un recorrido desconocido, así como, su personalidad, su carácter, sus fortalezas y debilidades … Todo un misterio fascinante. Excepto si nace con diversidad funcional. En ese caso, hay poco que descifrar o descubrir, suele llegar el médico con una lista sacada del libro de algún erudito en la materia, patología o síndrome o lo que sea que encarte y te describe, qué conseguirá y qué no, cuál será su destino, normalmente nada bueno, o qué tratamientos e intentos de curación hay a disposición. Acabará este listado con un “lo siento mucho”. No hay felicitaciones por su nacimiento, hay silencios o pésames como si hubiera nacido muerto.
El desconcierto te inunda, no sabes ¿Qué ha pasado? ¿Por qué le ha ocurrido esto? No entiendes nada ¿Qué hice mal? Seguí todas las indicaciones médicas, tomé el hierro y el ácido fólico que se me recetó, no fumé, no bebí, mantuve una dieta sana, hice ejercicio suave … El sentimiento de culpa tarda en irse de tu cabeza, y querrás a toda costa curar o rehabilitar a tu hijo, no quieres que sufra en una sociedad en la que se valora por encima de todo “destacar y sobresalir” pero dentro de lo establecido como “normal”.
Como madre, terminas dejando todo eso de lado y te centras en la relación amorosa que estableces con tu bebé, el resto del mundo desaparece. Hasta que llega la escolarización, y con ella, otro gran choque con la visión capacitista, mientras ha estado en casa o en el jardín de infancia se ha visto, en cierta medida, aceptado de una forma más natural y respetuosa.
Con la escuela, el respeto a los ritmos y tiempos se pierde, sólo hay exigencias y demostración continua de “ser capaz”, quien no demuestre ciertas capacidades o no llegue al nivel requerido, va siendo apartado académica y socialmente. Resultando que quienes más necesitan de la educación, de la cultura y de apoyo social, son quienes menos reciben. Y con ello, se les niega una formación laboral y la posibilidad de poder ganarse su sustento, se les aboca a la pobreza y a la caridad.
Cuando llega la edad adulta, y te encuentras que estás mayor, cada día con menos fuerzas, y que tu hijo/a sólo te tiene a ti, sin red de amistades, sin forma de ganarse la vida, en mitad de la NADA. Es lógico que te plantees lo que no querías ni para ti, lo que has estado evitando a toda costa, la institucionalización o el camino que te han estado indicando desde que nació cuando te daban el pésame.
Si todo esto no es institucionalización forzada, será inducida, pero una elección o decisión libre y consentida, no lo es.
No es depresión como quieren hacer ver, es agotamiento, por estar luchando como salmón a contracorriente durante toda la vida de la persona que más quieres, por su derecho a tener una vida digna e independiente como la de cualquiera.
Si todo esto no es institucionalización forzada, será inducida, pero una elección o decisión libre y consentida, no lo es.
Autora: Estela Martín Martín
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